Por Tomás Uribe
La economía, la de siempre, parte del supuesto de que las personas somos agentes racionales: sabemos qué nos conviene (y lo sabemos elegir). A partir de esta idea fundamental, han fluido ríos de tinta y mares de números en políticas públicas y estrategias institucionales que afectan la vida de todos los que habitamos el planeta. Pero un vistazo rápido a las economías de los países, y al desempeño de las compañías más grandes, nos demuestra que las capacidades prescriptivas de los modelos económicos tienen serias limitaciones. Y la primera y más grave es que no somos tan racionales como creemos.
Afortunadamente, no estamos locos. Sí, a menudo actuamos y decidimos de manera irracional —mas no impredecible—. En las últimas décadas, economistas y sicólogos sociales han dirigido su mirada hacia la brecha entre cómo nos comportamos y cómo la economía tradicional dice que deberíamos hacerlo. El resultado es lo que ahora llamamos economía conductual: el estudio de cómo tomamos decisiones en el mundo real y de qué procesos mentales nos ayudan a tomarlas.
Uno de los hallazgos esenciales de esta disciplina es la clasificación de los procesos mentales en dos categorías: el sistema 1; pensamiento rápido, automático, intuitivo y a menudo subconsciente, y el sistema 2; pensamiento lento, deliberado, racional y plenamente consciente. El sistema 1 determina la inmensa mayoría de nuestra conducta, aunque pensamos que es el sistema 2 el que lo hace. Y este último es quien creemos ser.
Esta descripción bimodal del pensamiento remplaza el supuesto del agente racional de la economía tradicional. La esencia de la economía conductual es clasificar y entender —para luego aplicar— los atajos mentales que usa el sistema 1 al tomar decisiones. A esto lo llamamos el estudio de los sesgos y la heurística. Veamos un ejemplo.
Cierren los ojos e imagínense ganarse un millón de dólares. ¡Qué delicia! Ahora ubíquense en una nueva situación en la que se ganan diez millones; pero luego pierden nueve. El resultado en ambos casos es una ganancia neta de un millón (¡!), pero la sensación subjetiva es radicalmente diferente. Perder duele más que ganar, y este es uno de los sesgos más fáciles de identificar: la aversión a la pérdida. En términos llanos, explica que las personas sentimos con mayor intensidad las pérdidas que las ganancias. Parece una observación simple, incluso simplista. Pero podemos entender mejor su importancia cuando sus aplicaciones brincan de la página al mundo real.
Uno de los retos económicos globales más importantes es cómo hacer que las personas ahorren lo suficiente para alcanzar una pensión digna. Y de las diferentes políticas públicas creadas para incentivar este comportamiento, Save More Tomorrow —una iniciativa diseñada para sobreponerse a la aversión a la pérdida— se ha distinguido por su efectividad. Esta medida, que significa “ahorra más mañana”, le ofrece a los empleados un ahorro voluntario que aumenta con cada incremento salarial. Al enmarcar el ahorro como un descuento de ganancias futuras, las personas no lo sienten como una pérdida. El resultado habla por si solo: ahora más de 15,472,000 personas en Estados Unidos están ahorrando y mejorando su situación pensional gracias a este programa.
Otro sesgo con el que nos encontramos a menudo en la vida cotidiana es el del status quo. Este predice que las personas preferimos mantener el estado existente de las cosas y que por eso tendemos a irnos por las opciones predeterminadas, pues no implican cambio alguno. Parece obvio cuando lo escuchamos, pero cobra relevancia cuando vemos un ejemplo del mundo real.
Esta gráfica muestra el porcentaje de la población registrada como donante de órganos en diferentes países:
Es sorprendente encontrar diferencias tan marcadas en países como Dinamarca y Suecia, que son culturalmente tan cercanos. Podría haber muchas explicaciones para esta discrepancia, pero la razón es una sola: el formulario de registro para la licencia de conducción.
De nuevo, una explicación simple. En los países con más donantes, los formularios exigen marcar una opción si uno desea no hacer parte del programa; mientras que los otros requieren consentimiento expreso para donar.
La diferencia no está en la personalidad ni la disposición individual, sino en la forma como se presenta el status quo. Las personas preferimos la opción estándar, no queremos cambiar el estado de las cosas. Este caso, al igual que el de "Save more tomorrow", demuestra como la conducta puede ser orientada hacia el bien común cuando presentamos opciones de forma alineada a como las personas realmente decidimos.
La aversión al riesgo y el sesgo del status quo son solo un par de ejemplos en el universo de atajos mentales que estudia la economía conductual. Ambos son observaciones del comportamiento cotidiano que se acercan más a la sicología que a la estadística; que nos invitan a entendernos con compasión y a ser menos críticos con nosotros mismos.
Ser irracional es parte de nuestra naturaleza, y estaría bien diseñar estrategias y políticas públicas que partan de ella y no de un modelo matemático. La economía conductual nos enseña que está bien decidir desde la tripa y no desde la razón; nos invita a ponernos en los zapatos del otro y no reducir las personas a un número. Por eso esta disciplina, si bien es economía, es economía con empatía.